Mi hermana Aída Leonora Bruschtein, de 24 años, casada y con un hijito, era maestra de una escuelita en la villa miseria de Monte Chingolo, provincia de Buenos Aires. Fue detenida por una patrulla del Ejército el 24 de diciembre de 1975, un día después del combate que ocurrió en el Arsenal de Monte Chingolo. Fue llevada junto con numerosos habitantes de la villa miseria (habría que decir que los que quedaron luego de la terrible represalia en el barrio, eran unos pocos, ya que mataron a toda la gente joven de la zona) al cuartel militar y asesinada esa misma noche por el Ejército junto con los demás detenidos. Sus familiares presentaron recursos de habeas corpus que nunca fueron contestados por las autoridades, que negaron persistentemente la detención. Un mes después, su nombre apareció en la lista de 30 personas supuestamente muertas en los enfrentamientos del 24 de diciembre.
Mi madre, Laura Bonaparte, inició un juicio por asesinato contra el Ejército Argentino, exigió que se practicara una autopsia al cadáver de mi hermana, lo que le fue negado, solicitó que se le indicara el lugar donde había sido sepultada y se le contestó con generalidades y solo pudo averiguar que Aída Leonora había sido sepultada en una fosa común. Durante los trámites del [Ilegible] las autoridades le sugirieron que abandonara el país para salvaguardar su persona. No le fue entregado ni siquiera un certificado de defunción legal.
El 18 de marzo, efectivos del Ejército allanaron el domicilio de mi madre en la ciudad de Mendoza, utilizando explosivos para abrir puertas de dormitorios y placards, destruyendo muebles y efectos personales. Ella se encontraba en Buenos Aires en ese momento y a raíz de las características del procedimiento, debió abandonar el país. Debo destacar que cuando se reclamó el cuerpo de mi hermana los militares contestaron que
"les seguía perteneciendo
aún
después
de muerta”.
Luis Marcelo Bruschtein.
Fuente: Archivo Nacional de la Memoria.
“Soy la imagen de la desesperación. No sabía que mi hijo estaba allí ni que había tantos cadáveres, tan deformados, que a veces se me nublaba la vista del llanto, no solo del dolor, sino que no comprendía cómo se los puede tener así, ni cómo nos pueden tratar así a nosotros, en medio de tanta incertidumbre.
Solo quiero su cadáver para poder darle cristiana sepultura.
Yo creía que era imposible que la venganza se extienda
aún después
de
la
muerte”.
Una madre.
Fuente: Revista El combatiente n.º 198, enero de 1976. El Topo Blindado.
En los años 70 vivía en Banfield. Una parte de mi familia materna se había establecido en la villa “La IAPI”, que estaba frente al cuartel.
Uno de los principales recuerdos que tengo de mi infancia es que pasábamos los domingos en la casa de mi madrina en “la villa”.
Cuando se produjo el ataque al cuartel yo ya tenía 18 años y alguna militancia social. Ese día la sensación general era de incertidumbre y espanto; recuerdo estar con toda mi familia callados frente al televisor tratando de entender qué estaba pasando.
Como no había teléfono ni ninguna otra manera de comunicarnos con nuestra gente en “la IAPI”, a los pocos días fui el encargado de ir a ver cómo estaban mi tío y mi primo, que por ese entonces eran los únicos que permanecían viviendo allí.
Encontré a mi tío y a mi primo también en silencio; por primera vez en mi vida entré a esa casa y la radio estaba apagada. Ambos, morochos grandotes, estaban muy pálidos; mi primo, de unos veintipico de años, era el que más hablaba, a mi tío le costaba articular las palabras.
Me contaron que el día del ataque escucharon tiros de todos lados, enseguida un griterío y los vecinos que corrían sin ningún sentido. En ese entonces, todas las casas eran de chapa, el único lugar de material era un excusado comunitario en medio del patio. Mi tío relataba que todos los vecinos se metieron allí, apretados, con miedo; decía que escuchaban ráfagas de ametralladoras y las ramas de los árboles caían sobre el techo de chapa.
Al otro día, los soldados en formación, entraron casa por casa para revisarlas y se llevaron a todos los hombres jóvenes al cuartel, entre ellos a mi primo. Los hicieron acostar boca abajo en el playón de cemento. Con posterioridad, mi primo me mostró una cicatriz en la frente, producto de un golpe que le propinaron cuando levantó la cabeza para pedir agua. Me dijo que no recordaba cuánto tiempo estuvo desmayado, pero lo que lo mantenía consternado era la imagen de cuando se llevaron a algunos vecinos adentro del cuartel, a los que nunca más volvió a ver.
Cuando regresé a mi casa, mi madre, con su típico gesto de secarse las manos en el delantal, me preguntó:
—¿Entonces Monengo y Armandito están bien?
Fue el único comentario: nunca más escuché nada en mi familia sobre lo ocurrido en Viejobueno.
Alberto Gallini, vecino del barrio.
Era el primer 23 de diciembre que pasaba con compañeros nuevos. Algunos ya se habían ido de licencia por las fiestas, pero los 100 que quedábamos íbamos a recibir el Año Nuevo acá. A mí me tocó estar de guardia en prevención.
El sargento ayudante y un cabo primero estaban cebando unos mates frente a la guardia. La tarde ya empezaba a caer cuando llegó un camión cargado con pan dulce. El chofer pidió que le abrieran la puerta y el sargento le gritó al cabo:
—¡Revisala atrás!
Pero el camión no paró. Se mandó derecho hacia la guardia, dobló a la izquierda y encaró para el Casino de Oficiales. De golpe bajaron unos diez tipos de uniforme gris y empezaron a tirar contra la guardia.
El infierno se desató…
—¿Qué recuerda de aquella imagen cuando apuntaba con su FAL, arrodillado?
—Estaba tratando de localizar desde dónde nos tiraban. En ese momento disparé sobre una camioneta que estaba en marcha sobre Camino Gral. Belgrano y Lynch para que no se la lleven.
Antonio Testa, ex conscripto del Batallón 601 Domingo Viejobueno.
Juanita tenía una tienda en Camino Gral. Belgrano y Cadorna, donde trabajaba con Elena. Apenas vieron lo que estaba pasando, bajaron las persianas y se escondieron.
—Si yo me hubiese quedado limpiando el techo de mi casa, seguro me enganchaban.
“Acá” teníamos las fiestas. Tres días después todavía andaban los helicópteros iluminando todo el barrio con esas luces enormes. Ni quería ir a Cadorna.
Después me enteré. No tenía teléfono para llamar a mi mamá y avisarle a mi marido lo que estaba pasando.
No sabés… una cosa es contarlo…
Gente de acá desapareció un montón.
Fueron a averiguar y no volvieron más.
Por eso te digo…
fue algo muy feo.
Las fiestas fueron un horror. Fue algo muy feo. Me acuerdo de ver pasar los camiones militares cargados con pilas de cuerpos.
Cata, vecina del barrio.
Daniel era el encargado de distribuir las armas a la escuadra, las cuales fueron entregadas por un sospechoso conductor de un Falcon en una plaza de Lomas de Zamora. El conductor le entregó las llaves de un vehículo y le indicó dónde estarían estacionados un Peugeot y un Renault 12 que contendrían las armas en el baúl: una FAL, una granada vietnamita y una escopeta. El conductor sospechoso resultó ser el Oso Ranier, principal responsable de la caída del operativo de Monte Chingolo. Siendo las 20:45 h, la comisaría dependiente de Monte Grande informaría que un grupo de la compañía del ERP “redujo a Miguel Mejuto conductor de un camión tanque Y.P.F cargado de nafta en la intersección de Camino de Cintura y Florida” produciendo, luego de abrir la boca de combustible y derramar gasoil, un gran incendio sobre el puente que cruza el Riachuelo. Se trataba del Puente n.° 8, contención que impediría el segundo avance del Regimiento de Infantería n.° 3 de La Tablada. Luego de producir el incendio, se obtuvieron dos automóviles más, un Fiat 1600 y un Fiat 128, posteriormente también incendiados.
Frenar el camión produjo un tapón de autos, lo cual no fue un impedimento para el Ejército y sus tropas. Daniel cuenta:
“Venía de frente un Jeep y grito: —¡Saquen las armas!
Sacamos las dos escopetas y atrás del Jeep una fila de camiones del Ejército con un Carrier lleno de soldados…
Digo: —¡Guarden las armas!
Militaba hace cinco años. Nosotros no sabíamos sobre esta operación, esto de que, como dice Plis que todo el mundo lo sabía, eso es falso. Yo fui a la acción sin saber cuál era el objetivo; me enteré el objetivo final de la acción al día siguiente”.
Daniel De Santis, sobreviviente del ERP.
Cuando llegué era el infierno. Venían tiros por todos lados. Un colectivo quemado, puestos de pan dulce quemados. La gente corriendo por las calles. Si no era por mi compañero (Ismael Gómez, fotógrafo de Clarín) que me dijo: —“Vamos, vamos"...
Me había quedado helado. La verdad es que me quedé con la cámara baja, entregado, pensando que esa gente iba al cadalso. La verdad que no se me borra nunca más de la memoria. Me puedo olvidar de muchas cosas…
pero de esa
yo no me olvido.
Pensar que murió mucha gente joven
y no se sabe cuánta…
eso es una pena…
gente joven…
Ojalá que esto no vuelva a ocurrir nunca más.
Eduardo Nuñes..
“Formaba parte de la Compañía B del Regimiento n.° 7 de Infantería ‘Coronel Conde’ de La Plata. Aquella tarde, todos estábamos en el rancho para la cena, por ende, eran las 19 h, minutos más, minutos menos, cuando repentinamente entró un oficial e hizo parar a la Compañía Comando y dice:
—¡Vayan para la cuadra, marchen, urgente!
A los de la B apenas nos habían puesto el agua y el pan en la mesa cuando aparece nuestro Jefe de Compañía y nos ordena lo mismo. Corrimos a nuestra cuadra, tomamos el armamento y cuando estábamos formando en el playón para ir a los camiones, se sienten ruidos y chiflidos de balas que pasan por encima de nuestras cabezas. Fue una ráfaga de como mucho, 10 tiros, sobre el portón del Regimiento, sobre el puesto 1 de la guardia.
Esta acción provocó que la Compañía B no saliera y se quede a reforzar la guardia, que seguramente estaba a cargo de la Compañía A. La Compañía Comando ya había salido para Chingolo. A mí me tocó, junto a otro colimba, estar sobre el techo de la B, mirando hacia la calle toda la noche, con el FAL y doble ración de cargadores”.
A su vez, esta acción de distracción por parte del ERP dio comienzo a una movilización masiva de la cual formaron parte el Batallón de Infantería de Marina n.° 3 de Río Santiago, el Regimiento de Caballería de Tanques n.° 8 de Magdalena y aviones especialmente artillados de Punta Indio.
“A la mañana siguiente cada soldado del Comando nos trajo su relato de los fogonazos de impresión que les provocó la batalla. Tal es el caso de un soldado llamado Jorge Omar del Río, integrante de la Compañía B, amigo, que era asistente del teniente coronel Pascual Muñoz, segundo jefe del Regimiento. Ellos fueron los primeros en salir solos, en un coche, como refuerzo al Depósito de Arsenales. Cuando ya habían avanzado varios kilómetros por el Camino General Belgrano se vieron obligados a detenerse, posiblemente por las contenciones formadas por la compañía del ERP. Muñoz le entrega una pistola a Jorge y apuran el paso hacia el Viejobueno. Jorge recuerda que, ya oscureciendo, el teniente coronel detiene a un sospechoso y sin más lo agarra de la cabeza y le dispara. A Jorge le dieron arcadas pero entendió que si se detenía, me decía, el teniente coronel seguramente lo hubiese asesinado, así que decide continuar hasta el Viejobueno al cual ingresan cruzando un alambrado.
Con los disparos encima y el hecho de ver a un colimba herido, le dieron a Jorge una especie de coraje para poder continuar”.
Enrique Arrosagaray, ex conscripto del Regimiento n.° 7 “Coronel Conde” La Plata.
“Recuerdo que era 20 de diciembre de 1975, cumpleaños de papá. “El Pata” ya no estaba, ya casi no venía. Sabíamos que en algo andaba y un familiar que era policía nos había alertado que se tenía que cuidar. Andaba como... escapando, ¿viste?. El 20 de diciembre fue la última vez que mi papá lo ve. Todavía vivía mi abuela en aquella época, justo al lado de casa.
El 23 observábamos con la familia, desde el techo, el bombardeo de Monte Chingolo. Seguíamos sin noticias de él. Después de eso, pasamos Navidad, una Navidad bastante fea. No supimos más nada. Teníamos una leve sospecha de que pudo haber participado en la batalla…
Esperá que haga memoria, 23, 24, 25… el 27 vino una vecina de la otra cuadra de casa, enfermera del Hospital de Quilmes. Nos dijo que no digamos nada que ella nos avisó que mi hermano estaba ahí.
Lo tenían esposado… con una bala en la pierna y no podía visitarlo nadie…
solo la madre,
si es que iba…”
Estela Macedo.
“Con veintidós años, me llaman para algo “grande”,
pero no sabía lugar,
dónde,
nada.
No conocía los detalles.
Mis viejos no sabían de mi militancia. Mi mamá, después de que caigo preso, allí toma conciencia. Había muchos pibes, yo también era un pibe, tenía veintidós. Pero había pibes más chicos que yo, de dieciséis o diecisiete años, estudiantes.
¡Todavía me acuerdo de la carita de los pibes!”
Su objetivo era impedir el paso del Regimiento de Infantería n.°7 de La Plata y del RI n.°3 de La Tablada en un puesto de contención sobre el Arroyo San Francisco, en el partido de Quilmes. Durante el enfrentamiento con el RI n.°3 de La Tablada, “El Pata” cae herido de una pierna y es llevado al Hospital de Quilmes para luego pasar ocho años de su vida preso en distintos penales del sur del Gran Buenos Aires. Fue el único sobreviviente de su escuadra debido a que un vecino lo encuentra escondido en el Arroyo San Francisco de Quilmes y no lo delata.
Heriberto (Pata) Macedo, sobreviviente del ERP.
Era jovencito y volvía en el colectivo 32 de Capital Federal. A lo lejos, observo que en el Puente Alsina había un retén militar. De las escaleras que se encontraban justo en el centro del puente, en la subida de Capital a provincia, salieron un montón de soldados y detuvieron el colectivo. Nos requisaron, nos hicieron bajar. No entendíamos nada, o por lo menos, yo no sabía lo que pasaba. Aparentemente, alguien de un asiento de atrás del colectivo había arrojado algo por la ventanilla. Eso es lo que buscaban.
Cuando bajamos del puente nos volvieron a detener. Ahora, nos requisaron sobre un paredón y sin entender, empecé a notar que varios helicópteros sobrevolaban por los alrededores. La persona que arrojó el objeto por la ventana fue la única que no volvió a subir al colectivo.
Vivía en Lanús, en la calle Deheza y Arias, a unas 30 cuadras del Batallón. Los helicópteros iluminaban mientras iban y venían. No se sentía el tableteo de los disparos, pero sí se veía el destello intenso en el cielo.
Cuando entré a mi casa, mis padres, aterrorizados, informados de todo lo que pasaba, se alegraron de verme bien.
Ellos sabían que yo militaba en política...
estaban muy preocupados…
Hugo Boque, vecino del barrio.
“El conductor, un muchacho muy joven vestido con pantalón y campera de jean, estacionó el camión sobre Cadorna, a unos veinte metros de nuestro negocio. De la parte de atrás del camión bajaron otros cuatro muchachos. Cargaban tablones y caballetes. Los armaron en las veredas hasta formar una gran mesa. Enseguida descargaron muchas botellas de sidra y muchos paquetes de pan dulce. Empezaron a vender tres panes dulces y una botella de sidra, todo por quince pesos viejos. Nos llamó la atención el precio tan barato (un kilo de azúcar costaba 32 pesos), pero unas horas más tarde entendimos el porqué:
Al empezar el ataque al cuartel, los ‘vendedores’ sacaron armas pesadas del camión y avanzaron en posición de ataque”.
Juana Lotito, vecina del barrio.
Antes de la medianoche, después de 4 horas de combate contra una fuerza totalmente desigual integrada por helicópteros, aviación de Ejército, Gendarmería, Policía Provincial y Federal, Infantería de Ejército e Infantería de Marina, blindados, etc., decidimos retirarnos. En ese momento, no sabíamos cuántos muertos y heridos habíamos tenido, pero sí sabíamos que eran muchos.
Hoy no olvido que al retirarnos me desvié unos metros para darle un beso a mi compañera,
que yacía muerta
en el pasto
detrás
de la Compañía de Servicios.
Leo Freidenberg, sobreviviente del ERP.
Esa noche fue un quilombo. Yo estaba caminando por la calle Burelas, estaba yendo a comprar el pan y de repente comenzaron las balas. La cana y los tanques pasaban por la esquina (Camino General Belgrano). Habían incendiado dos colectivos. Uno cruzado sobre Camino y el otro sobre Cadorna, a pocos metros de la YPF. La cantidad de pan dulce y sidras que vi tiradas aquel día…
El país en aquel momento estaba revolucionado.
Al día siguiente pasaban los camiones repletos de cuerpos…
algunos seguían con vida,...
medio moribundos…
Poroto, vecino del barrio.
“A mi casa la ametrallaron. Quedó toda agujereada […]. Desde el avión le tiraban a cualquiera, sea civil, sea inocente, sea quien sea. Lo vi yo y lo vio mi mamá.
Yo vi cuando se entregan. Gritaban que se entregaban y el Ejército los hacía pedazos. Iban con los brazos así,
levantados […].
Sé que eran jóvenes, bien vestidos, chicas muy bonitas, muy educados para hablar. No nos gritaban, nos hablaban bien, nos decían que nos retiremos. Así nos decían:
—Retírense, a ustedes no les va a pasar nada, pero váyanse.
En el arroyo quedaron los cadáveres […]. Mi mamá estaba parada aquí en esta esquina y lloró por ellos”.
Juan José, vecino del barrio.
El 25, día de Navidad, como todos los años por la mañana, fuimos al Cementerio de Avellaneda con mi familia. Tengo a mis abuelos en los nichos que están pegados a lo que era la morgue.
Ese día estaba el Ejército haciendo un cordón que impedía pasar. Yo me fui filtrando por entre las tumbas y pude acercarme lo suficiente para ver la espantosa escena: un tipo con un guardapolvo blanco sacaba arrastrando de las piernas un cuerpo y con la ayuda de uno con uniforme militar lo tiraban sobre una pila de cadáveres contra la pared.
Juro que ni en el cine vi jamás hasta el día de hoy una cosa tan horrible.
Yo tenía 22 años, han pasado 44 y la impresión me sigue acompañando…
Una Navidad inolvidable...
Cristina Alicia Binaghi.
Esa tarde concurrí al Cementerio junto a mi finado viejo para llevarle flores a mi abuelo.
Después de entrar nos hicieron salir a los pedos.
Una máquina excavadora estaba llevando a cabo una fosa común
en donde, según ellos, le darían
"cristiana sepultura"...
Daniel Ernesto Pesci.
“Todo lo que le voy a contar es cierto. Creo que por lo menos eran dos camiones que avanzaban desde Florencio Varela hacia la Capital. Tenían lonas verdes o sea que trataban de parecer vehículos militares. Cuando llegaron frente a la entrada principal, que siempre está cerrada con una tranca de hierro, el camión que venía adelante, me parece que era un Chevrolet, viró violentamente hacia la izquierda y enfrentó la puerta. No la pudo tumbar pero la abrió. La maniobra tomó a todos por sorpresa. La guardia en ese punto no es de más de diez soldados, uno de los cuales está sobre la calle y el resto adentro. Ellos, cuando se abrió la puerta, trataron de copar el puesto pero no pudieron. No obstante, alcanzaron a meterse en el Batallón. El camión que los seguía se detuvo justo detrás del otro y comenzaron a bajar extremistas. Eran todos muy jóvenes, casi más que nosotros. Había muchas mujeres. No hablaban, ni gritaban. Parecía que tenían todo dispuesto. Allí nomás quedaron cuatro tendidos en el suelo. Todos tenían armas incluso las mujeres, manejaban ametralladoras pesadas, parecía una cosa de locos. Nosotros nos parapetamos detrás de los muros y los que pudieron (estábamos listos para salir de franco) corrieron hasta los galpones que están más cerca. Queríamos armas para defendernos y los muchachos de guardia no podían salir. No estoy seguro, pero en la calle quedaron muchos autos, otros lograron entrar, pero como en la plaza de armas había una formación no pudieron llegar a los galpones.
El tiroteo duró horas y una vez que la guardia pudo desalojar la puerta, se atrincheró del lado de afuera. Ellos estacionaron los autos sobre el pavimento y en los jardines. Allí quedaron. A medida que iban bajando caían bajo el fuego que llegaba desde todos lados. Algunos alcanzaron a cruzar la línea e internarse en el Batallón, pero no pudieron ir muy lejos.
—En ese galpón —señala uno de los tantos que forman el Batallón— hay como 50 cadáveres...
Me dijeron que son 48, pero yo solo alcancé a contar 46.
Hay varias mujeres,
todas jóvenes”...
Habla un soldado.
No sé dónde, cómo, ni con quién pasé mi primera Navidad cuando tenía apenas 2 meses hace 43 años. Sé que ese 24 de diciembre de 1975 fusilaban a mi mamá, después de apresarla viva junto a otros compañeros y compañeras.
Sé que el Ejército ensayaba su práctica genocida de desaparición sistemática de personas contra los militantes que habían participado en el intento de copamiento del cuartel de Monte Chingolo y contra habitantes de la zona que habían sido solidarios con los combatientes.
También sé que mi abuela recorría comisarías en los días que siguieron a la Navidad y que no aceptó la mano de mi madre en un frasco de formol que le ofrecieron como única prueba del asesinato de su hija, que rechazó la partida de defunción, que exigió el cuerpo nunca entregado y le inició juicio por asesinato a las Fuerzas Armadas.
Sé que unos meses después vinieron el asesinato y desaparición de mi papá, de mi abuelo, de la hermana de mi mamá y su compañero (que me habían adoptado como un hijo propio) y también del otro hermano de mi mamá y su compañera.
Solo mi tío Luis y mi abuela, ya en el exilio, sobrevivieron a la masacre familiar.
Lo que sé de la Navidad…
Hugo Ginzberg, hijo de Aída “Noni” Leonora Bruschtein.
“Soy madre de Aída Leonora Bruschtein Bonaparte, quien fue secuestrada por un jeep de las FFAA a las 10 a.m. del 24 de diciembre de 1975, al día siguiente del ataque de los combatientes del ERP a Monte Chingolo y que fue respondido por las tres armas.
Tenía 24 años, estaba casada y tenía un hijo. Tenía a su compañero y a toda su familia. Éramos felices a pesar de estar separados, cada quien con su pareja y con sus hijos. Debe haber sido la época más vital de mi vida y creo que la de Noni también.
Me contaron que Noni había salido a recorrer Monte Chingolo después del bombardeo para ver si había heridos y en qué podía ayudar. Se sabía que había muchos y querían hacer una lista para ayudarlos. Grave imprudencia, pero ella era muy generosa y los militantes lo arriesgaban todo. Al dar vuelta una esquina se topan con un jeep del Ejército que recorría un lugar. La levantan a ella y a las otras mujeres y las llevan. Eran las diez de la mañana. Al parecer, el jeep en su recorrido levantó a nueve mujeres.
Se hablaba de fosas comunes. Cuerpos mutilados que habían sido recogidos con palas mecánicas. Tendría que haberme dado cuenta por la mano, aunque los militares decían que solamente las habían cortado para identificarlos.
Yo no sabía qué pensar. Estaba tan disociada que no lograba discernir si era cierto lo que él me decía o solo lo hacía para aumentar mi sufrimiento. Finalmente tuve el lugar y el número de la fosa: Fosa número 28, Cementerio de Avellaneda.
Me habían dicho que todos los cuerpos habían sido colocados en cajones individuales y que, antes de ser enterrados, habían sido bendecidos por el padre Nanni, cura del cementerio en aquella época.
Dos hombres se disculparon por no revelar su identidad y me contaron cómo había muerto mi hija. Dicen que la llevaron detenida a Monte Chingolo, que todavía cuando ella llegó, estaban en el suelo y sobre las mesas los que habían matado el día anterior. Noni llevaba un vestido floreado y eso coincide con lo que me dijeron en la villa cuando fui a preguntar por ella. Al parecer, al detenerla no sabían nada sobre ella y la trataron como las otras. Las desnudaron y las hicieron pasar para que vieran los muertos, hombres y mujeres, que la mayoría estaban desnudos. Dicen que las llevaban a empujones entre los muertos y que de pronto Noni intentó quitarle el arma a uno de ellos y al hacer ese intento otro la golpeó en la cabeza con la culata y, una vez que ella cayó al suelo, la siguió golpeando. Así murió. Pedí más detalles que ellos me dieron pero no los quiero recordar ahora.
Cuando fui a buscar el certificado de defunción decía tres heridas de bala, y como yo ya tenía la versión de estos militares quise rescatar el cuerpo para comprobar qué había pasado realmente y supongo que justamente por eso no quisieron dármelo, porque se iba a comprobar una versión diferente a la oficial”.
Laura Bonaparte.
Fui soldado ese año, estaba de franco.
El informe es falso en gran parte. Nadie esperaba ningún ataque. Los héroes fueron los soldados de la guardia, la Compañía de Seguridad fue la que repelió el principio del ataque y donde mueren los soldados y suboficiales. En mi Compañía, Servicios, mis compañeros estaban durmiendo la siesta junto al suboficial de guardia. Cuando despiertan por los tiros, el sargento tiene que balear la cerradura de la reja donde estaba la sala de armas, de allí se distribuyen, y los soldados se suben a la tercera cama (eran triples) y desde allí acceden a los ventanales de respiración de la Compañía y comenzaron a tirar. Cuando llegan las fuerzas de otros sectores la situación estaba casi dominada.
Nadie esperaba nada, la guardia del Viejobueno era totalmente light para una batalla de este tipo.
Oscar Rico.
Siendo los primeros días del mes de diciembre de 1975, nos trasladamos junto a mis viejos a una casa ubicada en la localidad de Ranelagh. Esta sería nuestra casa donde pasaríamos las vacaciones.
Los días transcurrían de forma normal pudiendo rescatar dos recuerdos previos al ataque del cuartel. Uno fue un asado a la noche, vinieron muchos compañeros, aunque no dejaban que nos acerquemos; otro, muy próximo al 23, teníamos prohibido entrar a la casa y por esas cosas del destino me abro media pierna contra un árbol y entro igual. La sorpresa de ellos al verme a mí no fue muy distinta a la mía que solo atiné a esconderme detrás de un sillón. Si bien estábamos acostumbrados a ver de vez en cuando algún arma, esta vez no era igual: una metralleta grande con un trípode de pie y correderas de balas tipo FAL y otra que no sé si era una bazuca o un mortero, pero raro igual, apoyadas arriba de una mesa ratona que había en el living y cinco o seis personas no más sentadas en los sillones alrededor.
Mi viejo ya no estaba, ni volvió a dormir.
Esa madrugada del 24 de diciembre de 1975, recién comenzaba a amanecer, nos encontrábamos durmiendo mi hermana de 7 años y yo de 6 en la pieza que daba al final del pasillo, mi hermano de 5 años y mi vieja estaban durmiendo en la pieza de al lado.
La casa era muy grande, tenía parque adelante, al fondo y al costado donde daban las ventanas de las piezas. En forma perpendicular hacia la línea de calle, sobre el frente, había un paredoncito que separaba de la vereda.
Alrededor de las 5 de la mañana, cuando recién comenzaba a aclarar… entran dos disparos por la ventana de la pieza donde dormíamos con mi hermana. Nos levantamos y vamos hacia la pieza donde estaba mi vieja y cuando entramos comienzan a disparar en la ventana de la pieza donde estaban mi vieja y mi hermano. Nos tiramos todos al piso y vamos cuerpo a tierra hasta el lavadero que daba al fondo de la casa, donde mi mamá mira por una ventanita para afuera y nos dice que nos quedemos debajo de una pileta de lavar o una mesada, no recuerdo bien…(sí que tenía como un techito) y nos metimos debajo. Para este momento los tiros ya se habían incrementado, eran permanentes y se escuchaba cómo iban estallando los vidrios de toda la casa, menos el del lavadero.
Mi vieja se va para lo que sería el frente de la casa, supongo que fue a ver qué veía o habrá mostrado algo por la ventana o no sé qué hizo sobre el frente de la casa. En esos segundos se intensifican de manera brutal los disparos, donde ya no eran las ventanas que estallaban, sino que toda la casa comenzaba a estallar. Viene mi mamá corriendo, abre la puerta del lavadero y salimos corriendo por el parque del fondo. Cruzamos un alambrado que mi vieja abre con una pierna y la mano para que pasemos y seguimos corriendo hasta que paramos en una casita muy humilde donde vivía una pareja junto a sus hijos. Mi mamá habla con ellos, nos pide que nos acostemos y que si viene alguien nos hagamos los dormidos.
Después de un largo rato, cuando ya no se escuchaban más disparos, entran unos militares a la casa y no sé porqué dicen que habían matado a uno que le estaba apuntando a la casa, hablan con la pareja cosas que no logro escuchar y nos dicen que tenemos que ir con ellos (los milicos).
Llegando ya al frente de la casa, vemos un despliegue militar impresionante, milicos todavía parapetados detrás del paredoncito, todavía apuntándole a la casa y milicos dando vueltas por todos lados, había tanques y camiones…
Según consta en legajos e informes de la policía, el operativo fue comandado por el entonces coronel Camps, y constaba de dos tanques, tres camiones blindados y una sección de artillería.
Nos suben a un patrullero policial y nos trasladan a la brigada femenina de La Plata (lo que también consta en los legajos de la policía). Quedamos a disposición del Ejército.
Mi vieja ni bien logra escapar, llama a mis abuelos para que nos vayan a buscar adonde nos habían dejado y cuando llegan ya nos habían llevado y se niegan a decirles hacia dónde. Nos devuelven a mis abuelos, alrededor del 30 o 31 de diciembre.
Posteriormente también secuestran a mi abuela materna y permanece desaparecida 19 días en la 1ra. de La Plata.
Tan poca idea tenía ella de lo que ocurría que pregunta si se puede llevar las cremas que le habían recetado para las heridas de una operación. Quizás tenía idea, pero igual lo preguntó. Al volver, se peló, en cumplimiento de una promesa que había hecho a Dios si volvía con vida.
Con el tiempo supe que la noche del 24 mi viejo pasa por la casa de mi tío en Villa Elisa, donde también estaba su hermano mayor que era médico. Era la noche del 24 y allí estaba la familia reunida por la Navidad. Lo llama a mi tío desde el parque, le pide que no diga nada que él estaba ahí. Mi tío le saca la bala que tenía en el hombro. Él le cuenta que todavía no había podido hacer contacto con mi vieja y se va de nuevo con el hombro herido perdiéndose en la noche del mismo modo que había llegado.
Mi mamá también es un misterio de algún modo…
¿cómo llegó a escaparse?. Con una secuela de poliomelitis y en camisón como salimos, corriendo de la casa, sin tiempo para vestirnos…
¿cómo se escapó en esas condiciones?. Con todo el Ejército al mando de Camps rodeando la casa…
¿cómo tuvo el valor de desprenderse de nosotros y seguir sola entre los disparos y los soldados?...
Mucho tiempo después también supe, a través del hijo de esa pareja que nos permitió quedarnos en su casa mientras nos atacaban, que el padre de él le dice a mi vieja:
—“Los chicos sí, usted no porque nos compromete”.
A partir de ahí toda la familia y también nosotros quedamos vigilados por autos de civil que nos siguen permanentemente a todos lados, hasta que en el mes de junio mi abuela tiene un contacto con mi vieja y, a la madrugada siguiente, levantan a mis viejos de una casita de Villa Fiorito.
Diego Perdoni.
Un 23 de diciembre de 1975, recibí un llamado telefónico de la Policía de Quilmes. En teoría, había un incendio en Viejobueno.
Y no,
no era un incendio.
Era un ataque al Batallón.
Nunca llegué a entrar…pero nunca llegué porque me tiraron con todo:
a mí
y a mis compañeros.
A la autobomba también.
Después me entero, pasaron cuatro o cinco días, que en la calle Ricardo Rojas (Quilmes) había una casa, una clínica montada por los subversivos. Un doctor llamó a la Policía y vino junto con el Ejército. Entramos y con un compañero sacamos un cuerpo que encontramos. Tenía un FAL en su mano y se lo sacamos. Mi compañero, que era médico, llevó el cadáver a Domínico. El doctor Ayestarán era quien ponía las manos en formol para identificar quiénes eran.
—¿Te das cuenta o no?
Un amigo…un doctor bárbaro.
Les cortaba las manos…
para hacer…
un despelote.
Viste…
Jefe de Bomberos de Quilmes.
Yo militaba en la Juventud Guevarista, que era la juventud del Partido Revolucionario de los Trabajadores y tenía su brazo armado, el Ejército Revolucionario del Pueblo. A los 14 años empecé en la UES y desde los 15 ya estaba en la Juventud Guevarista.
Un día, diciembre del 75, yo tenía 17 años aproximadamente, nos convocan y nos dicen que juntemos gente.
—¿Quiénes están dispuestos a ir a hacer lío?
—¿Qué hay que hacer?
—Vamos a tirar piedras, vamos a hacer quilombo, va a haber algo grande.
—¡Vamos!
Nos reunimos en un determinado lugar, nos llevan tabicados y llegamos a una quinta en la zona de la autopista Buenos Aires-La Plata. Ahí había 30, 40 compañeros. La mayoría de 18, 20, 22 años. Chicas que venían de Córdoba, de Rosario, de la provincia de Buenos Aires, de Capital. No sabíamos para qué estábamos. Hablábamos de política. Charlábamos.
Aparece toda la “ferretería”: los fierros.
Nos enseñan a desarmarlos, armarlos, cómo era el mecanismo. Había una persona que armaba las “vietnamitas”, que eran bombas como un tacho de dulce de batata llena de tornillos, clavos y todo lo demás. Esa persona era el Oso, el gran traidor que entrega la Operación.
Era 22 de diciembre.
Y andamos, andamos, andamos hasta que dicen que nos están esperando o algo por el estilo.
Nos bajan a todos:
—Dejen todo acá y cada uno se va a su casa. Mañana los volvemos a buscar.
Al otro día nos volvemos a coordinar y nos volvemos a juntar en una esquina. Nos vuelven a recoger y volvemos a la misma casa. Ahí ya sabemos qué es lo que vamos a hacer: se iban a cortar todos los puentes.
Pero nos estaban esperando y lo sabíamos. Un exitismo total lo que hicimos. Porque el plan era que si bloqueábamos los puentes no podía llegar el Ejército ni la Federal. Y que a la Provincia la podíamos desbordar, a la Policía de la Provincia y que en el cuartel no había guardia y era mínima porque estaban todos por el 23 de diciembre. No había nadie teóricamente.
Yo estaba con una chica que manejaba las comunicaciones, en el grupo de toda la logística, no en el grupo de choque y llevábamos radios para coordinar toda la operación en todos los puentes y la gente que estaba enfrente al cuartel vendiendo pan dulces.
Íbamos a hacer la logística desde el Camino Negro. Nos instalamos en un campo, armamos los equipos…
Y empieza el bombardeo
y los tiroteos
y los helicópteros.
Estábamos muy alejados de eso. Pero nos dimos cuenta. Las comunicaciones no funcionaban.
No funcionó nada. Absolutamente, no funcionó nada.
Fue una masacre.
Nos estaban esperando
y fue una masacre.
En Puente La Noria estaba un compañero cordobés mayor… 25, 28 años, con un FAL parando todo lo que venía. Él y dos más. Él fue el único que resistió. Lo hirieron en una pierna, se arrastró hasta un rancho, hasta que lo fueron a buscar al rancho y lo fusilaron.
Pasadas las horas, levantamos todo. Dejamos los equipos y las armas escondidas entre los pastizales. Nos fuimos caminando, tomamos el colectivo y cada uno a su casa.
El 95 % murió.
Los mataron a todos. Sobrevivimos muy poquitos de ese grupo y de otros grupos no sobrevivió nadie.
Los pocos sobrevivientes estábamos todos marcados
con nombre,
con apellido,
con todo.
Este es el resumen de esta historia. Una cosa totalmente descabellada, exitista, pensando que podíamos hacer todo. Éramos estudiantes, adolescentes, sin manejo de armas, sin nada que se le parezca. Sencillamente se trata de una cosa que traté de sepultarla, que traté de dejarla de alguna forma en el olvido.
Victor, sobreviviente del ERP.